Me preguntáis cómo me volví loco. Así sucedió:
Un día, mucho antes de que nacieran los dioses, desperté de un profundo sueño y descubrí que me habían robado todas mis máscaras, sí — las siete máscaras que yo mismo había confeccionado y que llevé en siete vidas distintas —; corrí sin máscara por las calles atestadas de gente: gritando:
— ¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Malditos ladrones!
Hombres y mujeres se reían de mí, y al verme, varias personas, llenas de espanto, corrieron a refugiarse en sus casas. Y cuando llegué a la plaza del mercado, un joven, de pie en la azotea de su casa, señalándome gritó:
— ¡Miren! ¡Es un loco!
Alcé la cabeza para ver quién gritaba, y por vez primera el Sol besó mi desnudo rostro, y mi alma se inflamó de amor al Sol, y ya no quise tener más máscaras. Y como si fuera presa de un trance, grité:
— ¡Benditos! ¡Benditos sean los ladrones que me robaron mis máscaras!
Así fue que me convertí en loco.
Y en mi locura he hallado libertad y seguridad; la libertad de la soledad y la seguridad de no ser comprendido, pues quienes nos comprenden esclavizan una parte de nuestro ser.
Pero no dejéis que me enorgullezca demasiado de mi seguridad; ni siquiera el ladrón encarcelado está a salvo de otro ladrón.